Nuestra aventura comienza a las 6 de la
mañana en las pistas de atletismo de la Universidad. Por allí, entre caras de
sueño y de excitación, arranco con mucho respeto la carrera que con tanto
ahínco había preparado durante meses. La previsión anuncia calor, así que nos
proveemos de bidones para poder contrarrestar sus efectos.
Km 0. Entre el sueño y los nervios |
Los primeros 25
kilómetros los hacemos con tranquilidad, el terreno lo permite pese a lo
aburrido del mismo. El calor empieza a apretar. El agua empieza a ser un bien
muy preciado. El camino hasta Les Useres ya nos avisa que la jornada se nos hará larga a más de uno; el paso por la rambla se hace pesado y el
sol comienza a afilar seriamente sus uñas. Tras cinco horas, la mitad del
camino está hecho. Pese a todo, parece que las fuerzas todavía me acompañan.
Tras remojarme a la entrada del pueblo en una fuente, procedemos a
avituallarnos con bocadillos y frutas para iniciar los 30 kilómetros restantes.
Iniciamos el camí dels Pelegrins. El sol se convierte en un martillo, el
calor empieza a recrearse conmigo. Ese trecho de subida se convierte en un
pequeño infierno para mí. La boca se me seca, las fuerzas me abandonan…sólo
recuerdo que apenas recuerdo nada. Menuda paradoja. Al menos Jordi está conmigo
y gracias a él y a su constancia y ayuda consigo llegar al avituallamiento. Las
crónicas locales hablan de más de 35 grados: para mí, un infierno. Llegamos a
un pequeño pozo y ahí nos tiramos de cabeza todos y cada uno de los que
pasamos. Antes de esto, hemos visto a mucha gente reculando y volviendo al punto de
control anterior.
El próximo avituallamiento, en Sant Miquel, queda a 20 kms de
la meta. El Penyagolosa ya gobierna por todas partes. Yo decido abandonar. No
puedo más. Se acabó. Otro año será. Estoy fundido. Y quedan 20 kilómetros
todavía, con un perfil que se las trae. "Jordi, amigo, te espero en meta". Así
que me informo de cómo abandonar y dónde acabarán mis huesos.- En Sant Joan,
en autobús -me dicen- Entregas el chip y te acercamos con la furgoneta al
autobús. Pero la mole sigue viéndose allí a lo lejos. Estoy tan cerca… Y de
repente: un trueno. Eso debió de remover mi espíritu exhausto. Jordi, viendo mi
repentino entusiasmo, no dudó un instante en animarme “Vamos campeón, no lo
pienses más, vamos” Y para allá que nos fuimos, un poco inconscientemente la
verdad, porque a los pocos kilómetros, subiendo la Lloma de Bernat, sufrí una
nueva pájara. El sol había desaparecido, las nubes lo cubrían todo, y los
truenos arreciaban pero el calor y el bochorno seguían ahí. Y la lluvia no
llegaba. A esas alturas yo ya representaba una carga para Jordi, que había
estado velando por mí ya durante demasiados kilómetros. Que tipo más grande.
Había llegado el momento de la separación. “Jordi, tira, que yo no sé qué
haré”. Nos abrazamos, llenó gentilmente mi bidón con su agua y allá que se fue,
montaña arriba. Yo me senté en una piedra, y veía desfilar delante de mí a
gente con caras desencajadas, agotadas. Pero pese a todo, nos sonreíamos y nos
dábamos ánimos cuando nos cruzábamos las miradas.
Llevaba ya muchas horas, así
como 8 o 9, no lo recuerdo bien. Y ahí, viendo los ojos y las sonrisas de todos
esos compañeros de fatigas, es cuando tomo la gran decisión: ”La acabó. No sé
cómo, pero la acabó. Hay quince horas de límite. Vamos para allá.” Y para allá
que fui, subiendo poco a poco, comiendo barritas y charlando amigablemente con
aquellos con los que me cruzaba, entre ellos en gran Paco "Groucho Marx". Tenía
todo un mundo por delante y todo el tiempo del mundo para terminar. Avisé
convenientemente a Jordi de mi decisión. Los kilómetros caían poco a poco, no
así el agua de lluvia, que amenazaba pero seguía sin decidirse. Y de repente,
Xodos. Penúltimo control. Ya queda menos. Ahí me como dos bocadillos de atún,
unos dulces de la tierra y me llevo un par de plátanos para el camino. El
camino sigue en ascenso. En una de esas conozco a un japonés que participa como
“barefoot”; digno de ver, la verdad. Allá por el km55 empieza por fin a llover.
Ha tardado, pero al final la tormenta estalla sobre nuestras cabezas. Ya no nos
abandonará hasta meta, arreciendo cuando nos aproximamos al final. La
temperatura baja bruscamente, aparece el frío. Menudo contraste. Pero se
agradece. Las fuerzas parecen haberse recuperado por el ritmo impuesto, bajo,
pero constante.Y así, poco a poco, entre el bosque y la lluvia, llego al último
control. Quedan pocos kilómetros, en descenso la mayoría, pero la lluvia sobre
las piedras y el cansancio acumulado hacen muy peligroso este tramo. Pero la
alegría es mayúscula. Disfruto al máximo de la vista, de los olores, de la
lluvia que cae sobre mi cara, del ruido de la megafonía que se oye a lo lejos.
Lo conseguí, me digo a mi mismo. La llegada a Sant Joan es de disfrute máximo,
la sonrisa me cubre toda la cara, y con ella y los brazos en alto cruzo la
meta, para la foto final, con Jordi animándome. Momento sublime. Me acuerdo en
ese instante de mis chicas (Mari y Laia) y de mi chico (Pau), sin ellos no
habría llegado hasta aquí; de los anónimos que han ido animándome durante todo
la carrera, especialmente al final, cuando encontrabas a alguien en mitad de la
nada y te animaba, sin saber muy bien qué demonios hacía el tipo aquel allí, en
mitad del diluvio. Y del gran Jordi, que me sostuvo en los momentos límites y
me animó para seguir adelante. No sé si algún día volveré (espero que sí), pero
puedo decir bien alto que yo terminé la MiM más dura que se recuerda, que pese
a todo, disfruté de ella, y que la sombra del Penyagolosa estará en mi cabeza
el resto de mis días.
Vicente Suay, 13 de mayo de 2012.
"Olé tus huevos!"
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